Deseo fervientemnte que Barack Obama triunfe en su presidencia de los Estados Unidos de América. Creo que su triunfo será el del resto del mundo, porque, lo queramos o no, lo cierto es que dependemos (in)directamente de las decisiones que allí se tomen. Si a Obama le va bien, a Occidente -y al resto del mundo- le irá bien. Como prueba esto que digo pondré un ejemplo en sentido contrario: el peor presidente de la historia de aquel país, George W Bush, ha ocasionado la crisis internacional más grave que se recuerda. Por tanto, si Obama lo hace bien, es lógico pensar que a todos nos irá mejor.
Además, las ideas que ha expuesto el ya presidente son inequívocamente progresistas. Eso sí, sin olvidar que estamos hablando de Estados Unidos. No obstante, el anunciado cierre de Guantánamo, las declaraciones de respeto a otros países, a otras razas e incluso a otras religiones, el cambio en las políticas medioambientales y las intenciones de que ese país ofrezca unas garantías sociales al nivel de su poderío económico son elementos para la esperanza.
Ahora bien, observo cierta ingenuidad y deslumbramiento en muchos, que ven en este hombre a un mago que va a acabar con la crisis en un santiamén y a quien incluso se le consideran genialidades algunos tópicos -que también los ha habido- de esos que utilizan casi todos los políticos.
Hay serios motivos para la esperanza, aunque el mismo Obama deseará a estas alturas que la cordura y la sensatez se instalen cuanto antes en el mundo tras estos días de euforia.
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